Cualquier parecido con la realidad actual venezolana NO es coincidencia...
No hay ninguno, que no haya hecho lo mismo.
Mussolini y Hitler llegaron al poder en nombre de la lucha en contra de la corrupción. Prestamistas, especuladores y homosexuales corroían el corazón y las arterias de sus pueblos, decían ambos asesinos. Ellos en cambio habían sido enviados por la providencia para restaurar la pureza originaria representada en fornidos centuriones en el caso italiano, o en wagnerianas valquirias en el caso alemán. Franco, una variante, fomentaba la utopía de una república militar y cristiana, la santa alianza de los ejércitos y de los conventos, donde prevalecería la ira de Dios y sus soldados de la muerte, prestos a reivindicar a la nueva hispanidad.
Fieles alumnos transcontinentales, gentuza como Trujillo, Somoza, Batista, Videla y Pinochet, también declararon la guerra a muerte a la corrupción, proclamando el restablecimiento de las virtudes morales destruidas por los “señores políticos” (Pinochet dixit).
Fidel Castro, sujeto de la misma estirpe, hizo también de la lucha en contra de la corrupción su bandera. “Gusanos” denominó a todo quien no fuera castrista, metáfora elegida con diabólica maldad pues el gusano corroe madera, pudre manzanas, vive en los cuerpos de los muertos. No solamente los opositores, los homosexuales, fueron perseguidos como corruptos en Cuba. Muchos murieron en prisión, asesinados por heroicos torturadores, los “hombres nuevos” de la nueva moral.
Cada vez que un milico comenzaba a hablar de corrupción -me decía un escritor argentino- nosotros ya sabíamos que se estaba preparando un golpe de Estado. Efectivamente, no ha habido lugar en donde la lucha en contra de la corrupción no haya sido proclamada por militares o militaristas. La lucha en contra de la corrupción es, ya hay demasiados ejemplos, una ideología pre-dictatorial. De modo que, cuidado, cada vez que aparece un militar o un político que emprende una cruzada en contra de la corrupción, hay peligro de golpe militar, o algo muy parecido. No hay ninguna excepción que no confirme la regla.
O para decirlo en una frase: Cuando un gobernante exige atribuciones especiales en su lucha en contra de la corrupción, estamos al borde de algo mucho más peligroso. Estamos nada menos que al borde de la corrupción de la política.
Por supuesto, la corrupción, no solo la de los políticos, es deleznable. Por eso hasta las más precarias constituciones están provistas de mecanismos para neutralizarla. Empresa más exitosa entre los políticos, pues al ser personajes públicos están sometidos a vigilancia medial. No ocurre así en otros recintos de la vida social. No voy a hablar de los conventos -creo que se ha dicho todo- sino también de hospitales, empresas privadas, e incluso al interior de las más sagradas familias.
En fin, que el ser humano fue fabricado con madera carcomida (corrupta), como afirmaba Kant, no debe ser sorpresa. Razón por la cual, de acuerdo también a Kant, necesitamos de la ley y por cierto, de la política como medio para pacificar las más bárbaras costumbres. De ahí que cuando un gobernante, en nombre de la lucha en contra de la corrupción exige facultades extraordinarias, abrirá la puertas a la peor de las corrupciones, la de la propia política.
Convendrá quizás precisar, al llegar a este punto, que es lo que entiendo aquí por corrupción en política.
En términos generales se usa el término corrupción como sinónimo de venalidad. Venalidad a la vez significa interferir asuntos políticos con intereses económicos. La adquisición de bienes por medios ilícitos, transferencias de dinero, usos del erario público por un partido en el poder, son, entre muchos, casos de corrupción política.
No solo los regímenes populistas, tan divulgados en América Latina, han sido maestros en el ejercicio de prácticas corruptas: compra de conciencias y de votos, repartición de puestos públicos entre familiares y amigos, y múltiples casos de enriquecimiento, son partes del historial de diversos gobiernos. En cierto modo la corrupción moderna es la ocupación de los espacios de lo político por lo económico. En tiempos de globalización como los que vivimos, algo muy frecuente. Casi normal.
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